17 de septiembre de 2024
El riego es una herramienta estratégica para aumentar la producción agrícola y su valor, así como mejorar la distribución y acceso al agua. Sus comienzos se remontan a 5000 años antes de Cristo. por los egipcios, pero en América los aztecas, los mayas y los incas hicieron enormes obras de infraestructura para la captación y distribución del agua.
"El riego artificial es añorado cuando hay sequía y
olvidado cuando llueve", define el ingeniero agrónomo Rubén Stamati, titular de una empresa
con muchos años de trayectoria en Argentina en este tema. Afirma que, salvo
grandes empresas, lo habitual es que el productor argentino muy difícilmente
piense que el año siguiente puede haber sequía.
Al respecto, el licenciado Claudio Molina, director ejecutivo
de la Asociación Argentina de Biocombustibles e Hidrógeno (AABH)
opina que "podrían incorporarse a la producción agrícola, millones de hectáreas
si se invirtiera adecuadamente en riego. Sin más, desviar agua dulce del Paraná
que termina salinizándose en el Atlántico, para lograr usarla en el oeste a
través de estaciones de bombeo, es un desafío que planteó el ingeniero Luis A.
Huergo hace más de cien años".
En medio de todo esto, un tema no menor es la
necesidad de evitar derroches de agua, sobre todo en una actividad que según
mediciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la
Alimentación (FAO) utiliza aproximadamente el 70 por ciento del total mundial
(cifra similar en Argentina) y que en las zonas áridas puede superar el 80 por
ciento. El riego para la
agricultura es el principal consumidor del agua de la Tierra.
¿Cómo se riega en Argentina?
Casi nadie discute que en Argentina la superficie
regada es muy escasa. Según un informe de la FAO, alcanza apenas a 2,3
millones de hectáreas, que equivalen al 5 por ciento del área cultivada y a un
15 por ciento de la superficie potencialmente irrigable. Con el agravante
de que la proporción del área cultivada tiende a la baja dado que, en los
últimos treinta años, creció a mayor velocidad que las superficies regadas.
De esas áreas irrigadas, aproximadamente dos tercios
provienen de fuentes superficiales (ríos, canales o estanques) y el tercio
restante de fuentes subterráneas (la que habitualmente se extrae de pozos). El
agua destinada a riego no es necesario que provenga de la red pública (la única
excepción es el cultivo de las fresas) ya que no requiere ningún tipo de
tratamiento salvo la desinfección, porque el agua contaminada puede causar
problemas en los cultivos y en el ganado.
Aproximadamente un 70 por ciento es riego
gravitacional, un 21 por ciento por aspersión y un 9 por ciento por goteo.
Van de menor a mayor en eficiencia y los costos se mueven en el mismo
sentido. Se calcula que el costo de implementación se ubica entre 1500 y 3000
dólares la hectárea. Es un proceso que demanda de seis meses a un año y no se
puede iniciar en épocas de sequía. Se estima que en unos cinco años se recupera
la inversión.
Con irrigación integral (característico de zonas
áridas o semiáridas) se riega el 24 por ciento de los frutales, vides y olivos,
el 14 por ciento de las hortalizas, y el 12 por ciento de industriales como la
caña de azúcar, el algodón y el tabaco. Con irrigación suplementaria (típico de
zonas húmedas, con lluvia) se riega el 26 por ciento de los cereales y
oleaginosas y el 17 por ciento de forrajeras como avena, cebada y
centeno. Como conceptos generales, se habla de riego complementario cuando la
lluvia aporta naturalmente entre un 30 y un 60 por ciento del total del
agua necesaria en un cultivo, de riego suplementario cuando las lluvias cubren
la totalidad pero hay sequías intermitentes, e integral cuando la magnitud del
déficit es muy significativa.
Según la Constitución Nacional, en Argentina
es potestad exclusiva de las
provincias la reglamentación para el aprovechamiento de los recursos hídricos,
lo que no excluye la posibilidad de recibir colaboración del Estado Nacional.
El acompañamiento ha sido siempre insuficiente y parece sumamente improbable
que pueda mejorar en los tiempos que corren.
¿Qué hacen los demás países?
En América Latina, según un informe publicado en
2018 por la FAO la superficie regada es solo el 11 por ciento del área
cultivada, la mitad de la media mundial (21 por ciento). Argentina está aún más
abajo, con el 5 por ciento de su área cultivada, ligeramente menor que
Brasil (7 por ciento) y notablemente lejos de Perú (40 por ciento). Pasando a
países con extensiones mucho menores de tierras cultivables, Ecuador tiene el
58 por ciento con riego y Chile el 64 por ciento.
Si el análisis se hace en función de la superficie
potencialmente irrigable, en América Latina solo se hace en el 20,5 por
ciento del área con potencial de riego, de los cuales el 32,3 por ciento
son cereales. México tiene un muy alto porcentaje de riego (aproximadamente dos
tercios), producto de una muy buena infraestructura montada con excelente
tecnología. Brasil algo menos del 20 por ciento. Argentina, como se ha dicho,
el 15 por ciento. Con extensiones menores, Ecuador y Chile tienen el 48 por
ciento.
¿Qué ventajas y desventajas ofrece
regar?
Estudios realizados en México calculan que la
producción agrícola de zonas irrigadas produce casi dos veces y media más que las no regadas.
Además, en épocas de sequía quienes utilizan sistemas de riego obtienen mejores
rindes que quienes no lo aplican.
"La diferencia del valor de una hectárea en Venado
Tuerto o el Chaco no es la calidad del suelo sino lo erráticos que son los
rendimientos, por falta o exceso de agua. El suelo es un soporte de la parte.
Por más humus espectacular que tenga una planta si no tiene agua no rinde. Es
lo que le da precio a una hectárea", según Stamati.
Molina discrepa parcialmente con esto: "La
diferencia entre las tierras de Venado Tuerto, corazón de la zona núcleo de
producción agrícola y Chaco, es mucho más importante que el aporte relativo que
producen los distintos regímenes de agua. Hay que considerar la materia
orgánica y las sales del suelo relativas, cómo los nutrientes se protegen en el
tiempo, la intensidad de la radiación solar clave de la fotosíntesis, etc. No
soslayo tampoco, el aporte relativo de conocimiento humano, que genera
productividades diferenciales".
Entre las desventajas, se remarca es que el agua de
riego suele ser salina, porque levanta la sal del subsuelo. Cuando llueve se
lava, pero cuando falta se produce una salinización del suelo, con la consecuente caída de la
calidad y/o productividad del sembradío. Al respecto, Molina aporta que el
avance de las obras en el Río Salado en la Provincia de Buenos Aires, si bien
no implica riego, ayudará mucho para evitar la salinización (y las
inundaciones) de muchas hectáreas aledañas, que en el futuro pueden ponerse en
producción. Además, otro problema muy importante es que el uso de riego puede
ocasionar faltantes de agua en la zona donde se aplica, de acuerdo con el lugar
de donde se extraiga.
De todo lo expresado surge muy claramente que el
país debería disponer de una superficie regada mucho mayor que la actual, y que
de esto tienen que encargarse los privados, pero tampoco quedan dudas de que el
Estado tiene la ineludible obligación de acompañar estos procesos brindando
asesoramiento, capacitación, líneas de crédito, etcétera; además de controlar
que no haya derroche ni daño al medio ambiente.
Si bien ambas partes (productores y Estado) saldrían
muy beneficiados si se avanzara es ese sentido, extrañamente no parece haber
demasiado interés en que esto ocurra de ninguno de los dos lados.
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